Estrellas y Borrascas

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ASTRONOMÍA

Mujeres astrónomas: en la
penumbra de la ciencia

Caroline Herschel y su hermano William. (Ilustración: Observatorio Astronómico de la Universidad de Valencia)

Cecilia Payne-Gaposchkin. (Foto: Universidad de Harvard)

Nebulosa del Cangrejo, que alberga uno de los púlsares más conocidos. (Foto: European Southern Observatory, ESO)

Annie Jump Cannon. ((Foto: Universidad de Harvard)

Maria Assumpció Catalá. (Fuente de la imagen: Año Internacional de la Astronomía)

Nebulosa Cabeza de Caballo. (Foto: European Southern Observatory, ESO)

Pequeña Nube de Magallanes. (Foto: STScI)

Grupo de Astrónomas en el Observatorio del Harvard College. (Foto: Universidad de Harvard)

La ardua tarea de clasificar los sutiles colores de las estrellas y sus cambios de brillo son obra de la mujer astrónoma. Gracias a esa labor, aparentemente farragosa y dejada por los astrónomos en manos de sus subordinadas en algunos de los principales observtaorios del planeta, se consiguió a principios del siglo XX la llave de los nuevos modelos cosmológicos. Antes y después de ello, las mujeres astrónomas han desarrollado a lo largo de la historia de la ciencia un brillante y decisivo papel que ha permanecido en el anonimato hasta hace tan sólo algunas décadas, aunque acontecimientos como la celebración, en 2009, del Año Internacional de la Astronomía, han ayudado a conocer el trabajo de las astrónomas, habitualmente silenciado en los siglos precedentes por los propios centros científicos en los que trabajaron.

La astronomía es una de las ciencias más populares. Las cuestiones cosmológicas y asuntos como la posibilidad de vida en otros planetas atraen a millones de personas que, sin dedicarse profesionalmente a ello, leen o estudian acerca de los astros o los observan directamente. Todo el mundo ha oído hablar de Einstein y la mayoría de la gente conoce las figuras históricas de Galileo, Kepler y Copérnico o las más recientes de Edwin Powell Hubble, con cuyo nombre se bautizó en los años 90 al Telescopio Espacial, y Stephen Hawking, seguramente el cosmólogo más popular. Sin embargo, si preguntáramos a alguien al azar por el nombre de alguna mujer astrónoma, probablemente no habría respuesta. La literatura y el cine, no obstante, han dado cierta fama a Hipatia de Alejandría, que a principios del siglo V fue, seguramente, la primera mujer astrónoma y matemática de la historia, cuyas obras, desgraciadamente, no han sobrevivido hasta el presente y sólo se conocen por el testimonio posterior de los discípulos de su escuela y de otros científicos. Vivió en los tiempos en que se creía que la Tierra era el centro del Universo, y entre sus obras más importantes se cita la revisión del Almagesto, el tratado astronómico de Claudio Ptolomeo en el que se describía el sistema geocéntrico y que estuvo vigente, como obra fundamental para la concepción del Cosmos, hasta que Copérnico, Galileo y Kepler revelaron con sus observaciones que el resto del Universo no gira en torno a nuestro planeta. Creadora de una escuela filosófica y adelantada a su tiempo como ninguna otra astrónoma, Hipatia fue asesinada por una turba fanática cuando iba en su carruaje a trabajar (1) .

Hay leyenda en torno a Hipatia, que ha servido para evocar las dificultades y la persecución de la que han sido objeto las mujeres científicas hasta los tiempos modernos, pero independientemente de esa aureola de fatalidad es cierto que la mujer astrónoma nunca ha visto correspondido, al menos hasta ahora, el esfuerzo y los resultados de sus trabajos de investigación bajo las estrellas. El caso de la estadounidense Henrietta Swan Leavitt (1868-1921), que trabajó en el norteamericano Observatorio del Harvard College a principios del siglo XX, ilustra muy bien el anonimato generalizado que ha envuelto la investigación de las mujeres astrónomas, unas veces detrás del telescopio y otras delante de miles de placas fotográficas del firmamento. A miss Leavitt, como la llama el escritor George Johnson en su libro biográfico del mismo título, le encomendaron el análisis de millares de imágenes de las Nubes de Magallanes, dos pequeñas galaxias que orbitan en torno a la nuestra, la Vía Láctea, y ella asumió el reto con paciencia... y resultados. Su dedicación la llevó a descubrir algo trascendental: la relación periodo-luminosidad de las variables cefeidas, un tipo de estrella pulsante muy habitual, del que ella identificó más de 2.400 (2).

La relación Periodo-Luminosidad

Esta relación periodo-luminosidad, establecida por Henrietta Swan Leavitt en 1912, fue determinante para que, posteriormente, astrónomos como Ejnar Hertzsprung lograsen calcular la distancia de algunas estrellas variables cefeidas, pero lo importante es que también permitió hacerlo en 1920 a Edwin Powell Hubble en la Galaxia de Andromeda (M 31), lo que supuso un vuelco en las teorías cosmológicas. Cuando Leavitt hizo su descubrimiento en 1912, la mayoría de los astrónomos creía que el Universo se limitaba a la Vía Láctea, nuestra galaxia, con un diámetro aproximado de unos 100.000 años luz, y que el resto de objetos celestes, incluidas las Nubes de Magallanes y Andromeda, estaban dentro de ella. Por esa razón, en el siglo XIX y principios del XX, a M 31 se la conocía como Nebulosa de Andromeda, ya que se pensaba que estaba formada por gas y polvo, pero no por estrellas. Aunque no fueron exactos, los cálculos de Hubble a partir de la relación periodo-luminosidad establecida por Leavitt le llevaron a revelar que, en realidad, Andromeda tenía cefeidas propias, por lo que no estaba dentro de la Vía Láctea, sino que se trataba de una galaxia diferente, situada, según se sabe actualmente, a una distancia de unos 2,5 o 2,9 millones de años luz. Por tanto, lo que Leavitt consiguió fue la llave que abrió la puerta a la comprensión de las escalas cósmicas en un tiempo en el que la ciencia era reacia a admitir que el Universo era tan grande. Si hasta los tiempos de Copérnico no se empezó a abandonar el geocentrismo, en realidad no fue hasta la primera mitad del siglo XX cuando la ciencia asumió que habitamos un universo poblado por miles de millones de galaxias en el que la Tierra es una mota perdida en el espacio. Harlow Shapley, a quien nombraron director en el Harvard College años después del descubrimiento de Leavitt, fue uno de los astrónomos que mejor utilizó la relación periodo-luminosidad de las cefeidas. Al principio formaba parte del sector de astrónomos que apostaba por un universo limitado a la Vía Láctea, pero los acontecimientos le llevaron a cambiar de opinión y, más adelante, fue uno de los grandes investigadores sobre galaxias de la primera mitad del siglo XX. En algunos de sus trabajos, además, hizo algunos de los escasos reconocimientos de la época hacia Henrietta Swan Leavitt, de la que hablaba así: “Se había estado mirando a las Nubes de Magallanes durante 400 años, pero empezaron a verse a principios del siglo XX". Y ese logro fue obra de Henrietta Swan Leavitt, quien "sentada ante una mesa de trabajo en Cambridge estudiaba con su lente una confusa aglomeración de puntos negros sobre la placa de vidrio” (3).

El Harén de Pickering

Leavitt es uno de los nombres destacados de la historia de la astronomía, masculina o femenina, pero perteneció al llamado “harén de Pickering” (4). Formaba parte de él un grupo de mujeres que trabajó en el Observatorio del Harvard College en la identificación del espectro de unas 250.000 estrellas, tarea que requirió cuatro decenios y que se desarrolló, fundamentalmente, en los tiempos en que el observatorio fue dirigido por Edward Charles Pickering. Los resultados se compilaron en el denominado Catálogo de Henry Draper, en homenaje al astrónomo fallecido décadas antes y que había iniciado el estudio. Además de Leavitt, formaron parte de aquel histórico grupo Annie Jump Cannon (1863-1941) y Williamina Paton Fleming (1857-1911), ambas consideradas también como dos de las grandes astrónomas del siglo XX.

Sorda de un oído desde su juventud, Annie Jump Cannon estudió como nadie los colores de las estrellas. Contribuyó a su clasificación espectral catalogando decenas de miles de ellas, en algunos casos a razón de 5.000 en un mes. Su trabajo recibió constantes elogios, incluidos los de su director en el Observatorio del Harvard College, Edward Charles Pickering, que llegó a proponer a la Universidad de Harvard que la incluyera en el catálogo oficial de investigadores de la institución, pero ésta se negó y la mantuvo en segundo plano, proponiendo a Pickering que se limitara a ofrecerle a Annie Jump Cannon un puesto menor. La Universidad de Harvard no le concedió el nombramiento oficial hasta 1938, dos años antes de su muerte.

Williamina Paton Fleming fue sirvienta antes que astrónoma. Entró en el Observatorio del Harvard College como criada de Pickering, su director, pero éste acabó ofreciéndole que trabajara en las oficinas y su unió al grupo de mujeres que se encargaba de la clasificación de estrellas. En 1888, cuando estudiaba la placa fotográfica clasificada como B2312 en el observatorio descubrió la Nebulosa Cabeza de Caballo, una de las más famosas, situada en el Cinturón de Orion y cuya forma es asombrosamente parecida a la cabeza de un caballo, de ahí su nombre. Esta nebulosa, clasificada en la nomenclatura astronómica como Barnard 33, está formada por gas y polvo y se halla a unos 1.500 años luz de la Tierra. Además de ello, contribuyó decisivamente junto a Annie Jump Cannon a forjar un sistema útil de clasificación de las estrellas según su clase espectral, desde las más calientes a las más frías. Cannon reagrupó los sistemas de clasificación de Fleming y otras astrónomas del observatorio y determinó siete categorías, la primera de ellas, la de las más calientes y azules, con la letra O, y la última, para las más frías y rojas, con la letra M. Entre ellas, las otras cinco categorías se asignaron a las letras B, A, F, G y K. El Sol, nuestra estrella, pertenece a la clase G. Una de las curiosidades de la clasificación espectral que elaboraron las astrónomas del Harvard College encabezadas por Annie Jump Cannon es que, para recordarla, se popularizó con la siguiente frase en lengua inglesa: “Oh, Be A Fine Girl, Kiss Me...”. (“Oh, sé una buena chica y bésame”).

El hidrógeno y las estrellas

A Leavitt, Cannon y Fleming hay que sumar, como figuras destacadas del grupo de astrónomas de Harvard, a Cecilia Payne-Gaposchkin (1900-1979), autora de la primera tesis doctoral de una mujer sobre astronomía, así como a Antonia Maury (1866-1952). A Payne-Gaposchkin se le atribuye uno de los descubrimiento más importantes del grupo, derivado de los estudios estelares de su tesis, que se concretó en la evidencia de que el hidrógeno es el elemento principal de las estrellas. Inglesa de nacimiento, emigró a Estados Unidos, donde gestó su carrera científica, Su apellido compuesto se debe a que contrajo matrimonio con el astrónomo ruso Sergei Gaposchkin, radicado en Alemania y a quien ayudó a obtener el visado para entrar en Estados Unidos. Además de su vida familiar, ambos trabajaron juntos en algunos estudios astronómicos.

Antonia Maury fue una de las más activas trabajadoras en la clasificación de estrellas. Era sobrina de Henry Draper, el afamado astrónomo estadounidense que inició el catálogo de 250.000 estrellas y cuya inesperada muerte le impidió concluir. Maury compartió, junto al resto del grupo femenino, la responsabilidad de continuar con el trabajo de su tío, y se especializó en el estudio de estrellas binarias, es decir, de sistemas estelares formados por dos componentes. Aunque nuestro sistema solar sólo tiene una estrella, el Sol, la mayoría de los existentes en la Vía Láctea son binarios o múltiples, o sea, formados por dos o más estrellas. Aunque finalmente fue el modelo de clasificación espectral elaborado por Annie Jump Cannon el que obtuvo mayor aceptación y prosperó finalmente entre la comunidad astronómica, Antonia Maury elaboró el suyo propio, que ordenaba las estrellas en 22 grupos, pero no le gustó a Pickering, el director del observatorio, con quien tuvo frecuentes desencuentros (5). Entre sus trabajos más sobresalientes se encuentran los estudios de las estrellas binarias Mizar y Beta Aurigae. Se trata de estrellas binarias espectroscópicas, en las que sus componentes están tan próximas entre sí que los telescopios no logran la necesaria resolución de imagen para separarlas visualmente, por lo que es imprescindible recurrir al estudio del espectro de su luz. Aunque la binaria espectroscópica de Mizar fue identificada en primer lugar por Pickering, Maury descubrió y confirmó su existencia en el caso de Beta Aurigae.

Los tiempos del Gran Debate

La singularidad y el alcance de los descubrimientos de las astrónomas de Harvard han hecho de éste uno de los episodios más notables de la astronomía del siglo XX, en especial porque coincidieron con la época en la que se produjo el mayor cambio en los conocimientos cosmológicos desde el derribo del sistema geocéntrico varios siglos antes. Seguramente, la frontera de aquel cambio de época fue el Gran Debate de 1920, en el que Heber Curtis y Harlow Shapley discutieron acerca del tamaño del Universo. Ambos encarnaban a los dos grandes bandos de la astronomía mundial, representando Curtis a los que apostaban por un cosmos compuesto por galaxias y mucho más grande de lo que se imaginaba en la época. Shapley, quien después admitió su error y reorientó sus investigaciones, defendía el universo más pequeño aceptado entonces, en el que algunas de las entonces llamadas “nebulosas”, como la de Andromeda (M 31) y la del Torbellino (M 51), se creían dentro de la Vía Láctea, a pesar de que, como se demostró después, eran galaxias externas. Es indiscutible que los trabajos de las astrónomas de Harvard, en especial los de Henrietta Swan Leavitt, fueron un pilar indispensable en la construcción de los nuevos modelos cosmológicos que tomaron forma a medida que el siglo XX se aproximaba hacia su ecuador y astrónomos como Edwin Powell Hubble empezaron a proponer la idea, actualmente aceptada, de un universo en expansión compuesto por miles de millones de galaxias. Algunos de los escritos de Cecilia Payne-Gaposchkin sobre la vida de aquel grupo de mujeres son especialmente emotivos, en particular en los que se refiere a Annie Jump Cannon. Dijo de ella que “era cálida, animada, entusiasta y hospitalaria”, una persona para la que “faltan las palabras para transmitir su encanto y vitalidad” (6).

Caroline Herschel

Del grupo de Harvard, Henrietta Swan Leavitt es la astrónoma que con mayor frecuencia aparece citada en libros y estudios científicos. Ese honor lo comparte con otra mujer que la precedió en el tiempo y cuyos méritos son también extraordinarios, en particular porque su labor fue permanentemente eclipsada por el protagonismo de su propio hermano, William Herschel, descubridor de Urano y uno de los mejores observadores del cielo de la historia, al que se debe el descubrimiento de la mayoría de objetos celestes que llenan algunos de los catálogos astronómicos de uso actual. La importancia de la figura de su hermana, Caroline Herschel (1750-1848), se resume en el hecho de que fue la primera astrónoma profesional de la historia y obtuvo tales reconocimientos durante la primera mitad del siglo XIX que nos hablan de un caso excepcional. Cobraba unas 50 libras como ayudante de su hermano, salario aprobado mediante la correspondiente orden del rey Jorge III. La certeza de que William Herschel fue uno de los grandes astrónomos de la historia no evita algunas incertidumbres acerca del verdadero alcance de la obra de Caroline, ya que casi siempre trabajo a la sombra de su hermano y se convirtió en su fiel y leal ayudante. El legado astronómico de ella se concreta, de manera sucinta, en el descubrimiento de ocho cometas —de los cuales seis llevan su nombre— y 16 nebulosas, elaborando además un catálogo de nebulosas que concluyó cuando tenía 75 años. Si bien es cierto que una gran parte de su vida como astrónoma se desarrolló al lado de su hermano, la realidad es que cuando éste falleció en 1822 Caroline continuó su actividad durante los 26 años siguientes hasta que falleció en 1848. En ese tiempo contribuyó a la revisión del catálogo de John Flamsteed, uno de los tratados estelares de referencia en la época, y asesoró en sus estudios astronómicos a su sobrino, John Herschel, hijo de William, quien además de sus investigaciones en su Inglaterra natal se desplazó hasta Sudáfrica para catalogar desde allí las estrellas y objetos celestes del hemisferio sur, no visibles desde latitudes boreales. Su tía fue para él una excelente guía, tal como acredita la profusa correspondencia que mantuvieron.

En 1828, seis años después de morir su hermano, Caroline Herschel fue premiada con la Medalla de Oro por la Royal Astronomical Society, en la que previamente ya había sido admitida como miembro honorario. No fue aceptada como miembro de pleno derecho porque tal privilegio sólo se otorgaba a los hombres, hasta que en 1915 la sociedad decidió admitir también a mujeres. Aunque Caroline y su hermano vivieron y trabajaron en Inglaterra la mayor parte de sus días, ambos eran de origen alemán, y ella regresó a su tierra natal después de la muerte de William. En 1846, dos años antes de fallecer, cuando tenía 95 años, el rey Federico Guillermo IV de Prusia le concedió la medalla de Oro de Ciencias.

Estos galardones y reconocimientos oficiales y científicos atestiguan que el caso de Caroline Herschel es uno de los más excepcionales que podemos encontrar en la historia, ya que vivió en un tiempo en el que no sólo los roles sociales eran una barrera para la investigación científica por parte de las mujeres, sino que la propia figura de una mujer astrónoma era totalmente insólita. Precisamente, el astrónomo francés Joseph Jérôme de Lalande había publicado en 1790 el libro titulado Astronomie des dames (Astronomía para damas), un tratado de divulgación orientado al público femenino que no fue un caso aislado. Antes de él, Bernard le Bovier de Fontenelle escribió Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos, que según el historiador de la ciencia Antonio E. Ten Ros era un título orientado a “distraer e ilustrar” a su amiga la marquesa de G (7).

Igualmente, el también francés Camille Flammarion, autor de numerosas obras de divulgación científica y astronómica, optó, ya en el siglo XX, por publicar un libro orientado al público femenino, de idéntico título al de Lalande. Pero, tal como pormenoriza el profesor Ten en su estudio sobre la popularización de las ideas cosmológicas en el siglo XX, Lalande opinaba así: “Creo que a la mujer sólo le falta la oportunidad de aprender. A pesar de las barreras y los prejuicios, podemos encontrar un número suficiente de mujeres distinguidas para creer que ellas tienen, al menos, la misma inteligencia que los hombres que tienen éxito en la ciencia”. También Flammarion se preguntaba, en tono crítico, si el cerebro de la mujer era equiparable al del hombre, pero se apresuró a reconocer la igualdad intelectual de ambos sexos. ¿Por qué, pues, ambos autores escribían un discurso astronómico especial hacia el público femenino si realmente no era necesario? Tal vez, como apunta el profesor Ten, la clave estuviese en la concepción que los propios astrónomos de la época tenían acerca de ellas:

“La mujer a la que estaban destinados dichos trabajos, de forma genérica, se representa en la imagen de los astrónomos. Pueden ser consideradas personas con interés por aprender, con capacidad para ello, pero históricamente sin ningún tipo de formación científica, con muy pocas oportunidades para ser cultivadas y seguramente con un montón de ideas falsas sobre los cielos, su naturaleza, origen de sus cuerpos y sus influencias en la humanidad. Esto es, por supuesto, el perfil de la mayoría de la población europea en los años del cambio de siglo. Este público, en la mente de nuestros divulgadores, está muy bien representado por ... las mujeres” (8).

La mujer en el Año Internacional de la Astronomía

En 2009, con la celebración del Año Internacional de la Astronomía, se produjeron numerosas iniciativas destinadas a reconocer el protagonismo de la mujer astrónoma. Aunque es cierto que durante la segunda parte del siglo XX se produjo un cambio en la percepción del papel femenino en la astronomía, el protagonismo de las mujeres en esta ciencia, como en muchas otras, no empezó a cobrar fuerza hasta las últimas décadas del siglo. Las actividades realizadas en todo el mundo a partir de los eventos de 2009 han contribuido especialmente a fomentar el conocimiento del papel de la mujer astrónoma no sólo en los medios de información, sino también en los centros de enseñanza. En el ámbito hispanoamericano tuvo un gran eco el proyecto “Ella es una astrónoma”, amparado por la Unesco y la Unión Astronómica Internacional (IAU) en el marco de la conmemoración celebrada en dicho año con motivo del 400 aniversario de las primeras observaciones telescópicas de Galileo. Los trabajos desarrollados por el equipo del proyecto se han orientado a toda la sociedad, con iniciativas como la creación de un calendario con el perfil biográfico de 12 de las astrónomas más destacadas de todos los tiempos: Hipatia de Alejandría, Fátima de Madrid, Maria Winckelmann Kirch, Nicole-Reine Lepaute, Caroline Herschel, Wang Zhenyi, Maria Mitchell, Williamina Paton Fleming, Annie Jump Cannon, Henrietta Swan Leavitt, Cecilia Payne-Gaposchkin y Paris Pismis. Asimismo, en colaboración con la UNED y TVE se elaboró una serie de televisión de ocho capítulos bajo el título Mujeres en las estrellas.

Lamentablemente, la conmemoración del Año Internacional de la Astronomía coincidió con la muerte de dos pioneras españolas: Maria Assumpció Català (1925-2009) y Antonia Ferrín (1914-2009). Català se convirtió en 1971 en la primera astrónoma profesional de una universidad española, la de Barcelona. Su tesis doctoral, de 1970, versa sobre la Contribución al estudio de la dinámica de los sistemas estelares con simetría cilíndrica. Su legado científico incluye numerosos libros, trabajos de docencia y una incansable labor de divulgación que compaginó con su enseñanza universitaria.

El caso de Antonia Ferrín ejemplifica muy bien lo que significaba ser mujer científica en los años 60. Trabajó en el Observatorio de Santiago de Compostela, en el que las noches despejadas —las únicas en las que se podía observar— de invierno eran muy frías. A esta astrónoma gallega le cupo el honor de ser en 1963 la primera que hizo en España una tesis doctoral sobre astronomía. Sus especialidades fueron las medidas estelares y el estudio de ocultaciones de estrellas por la Luna. Su tesis lleva por título Observaciones de pasos por dos verticales, que fue dirigida por el astrónomo Ramón María Aller, director del Observatorio de Santiago de Compostela, con quien trabajó conjuntamente en numerosas ocasiones. Tras su jubilación, llegó a quejarse al recordar aquellos tiempos del frío que padeció en la cúpula del observatorio porque no podía usar pantalones, ya que no era bien visto en una mujer.

Conclusiones

Después de varios siglos en la penumbra de la ciencia, el papel de las mujeres astrónomas a lo largo de la historia ha empezado a obtener, entrados en el siglo XXI, el reconocimiento internacional que tenía pendiente. Según cálculos recientes, en la actualidad una cuarta parte de los profesionales de la astronomía son mujeres, lo que supone, como en otras ramas de la ciencia, un aumento muy notable respecto a lo que sucedía hace tan sólo unas décadas. Pero, precisamente por ello, el escaso número de mujeres astrónomas existente hasta tiempos recientes nos habla de un papel extraordinariamente destacado respecto a su proporción, ya que la mayor parte de las figuras femeninas de esta ciencia ha destacado, de una forma u otra, por sus descubrimientos o su brillante trayectoria. En comparación con la mayoría masculina, el legado de la mujer astrónoma tiene un doble mérito: por un lado, el valor científico de sus contribuciones. Por otro, el esfuerzo y la abnegación del trabajo no reconocido oficialmente, la mayoría de las veces anónimo y muchas otras silenciado por universidades y centros de observación, que se negaron a equipararlas a los astrónomos o a aceptarlas entre el personal oficial de las instituciones científicas. No debemos perder de vista que, en muchos casos, como los de algunas de las astrónomas de Harvard, sus descubrimientos llegaron de la mano de tareas extraordinariamente laboriosas y meticulosas, como el cálculo del brillo de las estrellas, que los hombres no gustaban de profesar.

 

© VICENTE AUPÍ y ALICIA IZQUIERDO. Ponencia presentada al IX Congreso Iberoamericano de Ciencia, Tecnología y Género en enero de 2012.

 

 

NOTAS

1 SAGAN, Carl (1982): Cosmos. Barcelona, Planeta.
2 Estrellas y Borrascas (www.estrellasyborrascas.com).
3 SHAPLEY, Harlow (1947). Galaxias. Buenos Aires, Pleamar.
4 HATHAWAY, Nancy (1996). El universo para curiosos. Barcelona, Crítica.
5 Vassar Encyclopedia (vcencyclopedia.vassar.edu).
6 HATHAWAY, Nancy (1996). El universo para curiosos. Barcelona, Crítica.
7 TEN ROS, Antonio E. (2007): “La astronomía popular”. En: AUPÍ, Vicente. Atlas del firmamento. Barcelona, Planeta. pp. 10-11.
8 TEN ROS, Antonio E. (2001). “Aspects of the popularization of Cosmological ideas at the Beginning of the XXth Century”. En: MARTÍNEZ, V. J., TRIMBLE, V., PONS BORDERÍA, M. J. (eds.): Historical Development of Modern Cosmology. San Francisco, Astronomical Society of the Pacific. Pp. 309-324.

 

BIBLIOGRAFÍA

-ABETTI, Giorgio (1992): Historia de la astronomía. México, D. F., Fondo de Cultura Económica.
-ALFONSECA, Manuel (1996): Diccionario Espasa. 1000 grandes científicos. Madrid, Espasa Calpe.
-AUPÍ, Vicente (2007): Atlas del firmamento. Barcelona, Planeta.
-AUPÍ, Vicente (2018): Los enigmas del Cosmos. Barcelona, Ariel.
-GRIBBIN, John (1996): Diccionario del Cosmos. Barcelona, Crítica.
-HATHAWAY, Nancy (1996): El Universo para curiosos. Barcelona, Crítica.
-JOHNSON, George (2005): Antes de Hubble, Miss Leavitt. Barcelona, Antoni Bosch.
-NORTH, John D. (2001): Historia Fontana de la astronomía y la cosmología. México, D. F., Fontana Press.
-SAGAN, Carl (1982): Cosmos. Barcelona, Planeta.
-RAYMO, Chet (1989): El alma de la noche. Sevilla, Progensa.
-RIDPATH, Ian (1998): Diccionario de Astronomía. Madrid, Oxford-Complutense.
-SHAPLEY, Harlow (1947): Galaxias. Buenos Aires, Pleamar.

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