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ASTRONOMÍA

El impacto cósmico de Tunguska

Vista área de la zona cero en Tunguska, fotografiada en 1938. (Foto: Archivo histórico de la Agencia Novosti)

Leonid Kulik, en el retrato más claísico que ha pervivido de él hasta nuestros días. (Foto: Archivo histórico de la Agencia Novosti)

Zona pantanosa cercana al lugar del impacto, fotografiada por la expedición de Kulik. (Foto: Archivo histórico de la Agencia Novosti)

La expedición de 1927 a la zona cero. Kulik es el segundo por la izquierda de la fila de abajo. (Foto: Archivo Histórico de la Agencia Novosti)

El científico Andrei Zlobin, de la Academia de Ciencias de Rusia, trabajando y tomando muestras en la llamada zona cero, la región central de impacto en Tunguska, donde un cuerpo celeste chocó con la Tierra el 30 de junio de 1908. La imagen corresponde a la misión científica de 1988 y en ella aún se observan, 80 años después del suceso, los signos de la devastación en la taiga siberiana. (Cortesía de Andrei Zlobin)

Prisionero en un campo de concentración nazi durante la segunda guerra mundial, Leonid Kulik murió de tifus en abril de 1942 sin poder resolver el mayor enigma cósmico del siglo xx. Tuvo la valentía y el privilegio de ser el primer científico que viajó a la remota cuenca fluvial de Tunguska, en Siberia central, donde el 30 de junio de 1908 un gigantesco cuerpo celeste explotó tras entrar en la atmósfera y abocó a la ciencia a uno de los más intrigantes retos de su historia, que sigue sin superar. Qué ocurrió exactamente en aquel agreste enclave siberiano es algo que continuamos ignorando en la actualidad.

Como les ha ocurrido a otros científicos embarcados en la investigación de apasionantes enigmas, Kulik descansa en su tumba sin haber podido resolver el suyo. Aunque después de tres expediciones al lugar del suceso probablemente pensaba que sus estudios le permitirían resolver la cuestión, hoy le cabría el consuelo de que ninguna de las generaciones posteriores de investigadores ha podido desentrañar, todavía, el misterio de Tunguska. La huella de aquella catástrofe está repartida por todo el mundo; numerosos observatorios con instrumentos registradores de precisión que ya funcionaban en 1908 guardan la firma de la explosión en sus sismógrafos o barógrafos. La onda expansiva fue recorriendo el planeta y las estaciones sismográficas y meteorológicas anotaron en sus gráficas el impacto, que además de hacer temblar la Tierra dio varias veces la vuelta al Globo a través de la atmósfera, dejando en los barógrafos el trazo de tinta del violento cambio de presión en el aire.

¿Cometa o asteroide?

Las hipótesis surgidas sobre el suceso de Tunguska han ido más allá de la astronomía, y hay quien ha planteado, incluso, la posibilidad de que se tratara de la explosión de una nave extraterrestre. Sin embargo, el verdadero debate científico se centra en determinar si el fenómeno fue causado por un cometa o por un asteroide, pero se acepta mayoritariamente que se trató de un cuerpo celeste. Las teorías han experimentado numerosos giros: después de una larga etapa en la que la mayor parte de la comunidad científica había señalado al cometa Encke como culpable de la colisión, en los años 80 y 90 del siglo xx afloraron las tesis a favor de un asteroide. Posteriormente, en el año 2000, se obtuvieron nuevos datos que avalaban la teoría cometaria, aunque con algún otro cometa distinto al Encke como protagonista. Pese a ello, a lo largo de las últimas décadas, la opción de que se trató de un fragmento del Encke ha vuelto a cobrar peso gracias al cúmulo de indicios a su favor. En los días previos al impacto se produjo la lluvia de meteoros de las Beta Táuridas, que tienen como precursor al propio Encke, por lo que esta circunstancia, históricamente, ha jugado a favor de las teorías que relacionan lo ocurrido en Tunguska con la posibilidad de que se desprendiera un gran fragmento de dicho cometa.

La clave principal del enigma es que el objeto cósmico no ha podido encontrarse. Como si nunca hubiera estado allí, el meteorito de Tunguska se esfumó tras dibujar el más catastrófico escenario causado por la mecánica celeste sobre la Tierra desde que el hombre busca sus orígenes en las estrellas. El único regalo conseguido hasta ahora por los científicos son pequeñas muestras microscópicas de polvo meteórico y algunos fragmentos, pero el cuerpo principal de aquello parece haberse desintegrado.

Hay otras dos claves fundamentales: que la explosión se produjo en la atmósfera —no hubo un choque propiamente dicho contra la superficie terrestre— y la ausencia de cráter que caracteriza la mayoría de los impactos meteoríticos, lo que concuerda, a su vez, con que no se haya encontrado nada bajo la superficie. Los testigos del fenómeno coinciden al describir una inmensa bola de fuego que avanzaba velozmente por la atmósfera y una o varias explosiones posteriores acompañadas de ensordecedores ruidos. Pese a que no se conocen víctimas humanas, muchos de los testigos fueron volteados o derribados por la onda expansiva, y la estela incandescente fue vista a miles de kilómetros, provocando el terror en numerosas ciudades y pueblos de Siberia. En Europa, además de los registros efectuados por los sismógrafos y los barógrafos, el principal efecto del fenómeno fue una inusual luminiscencia nocturna que se produjo a causa del polvo con el que quedó impregnada la atmósfera, que al dispersar la luz permitía leer de madrugada en las calles de numerosas ciudades del continente. En España, este fenómeno tuvo eco en algunos periódicos de la época, como La Vanguardia, que el 3 de julio de 1908 recoge la noticia de que en Londres se ha producido un extraordinario fenómeno celeste «parecido a una aurora boreal», con un gran resplandor de fondo que hizo creer a la población que «se trataba de un incendio».

El gobierno de Rusia mostró tal desinterés por lo ocurrido en Tunguska, que nadie se preocupó de enviar a ningún científico tras el suceso. Años después, Leonid Kulik, un geólogo especializado en el estudio de meteoritos en el Instituto Forestal de San Petersburgo, empezó a obtener referencias y decidió organizar un viaje, que no consiguió llevar a cabo hasta la primavera de 1927, en la que él y sus acompañantes se vieron envueltos en una de las mayores aventuras vividas por una expedición científica. Al tratarse de una zona salvaje e inexplorada, en plena taiga, el acceso fue extraordinariamente difícil para un equipo cargado con instrumental científico, pero una vez allí Kulik y sus compañeros de expedición lograron reconocer sobre el terreno los primeros signos de una catástrofe cósmica, la mayor de los últimos siglos. Aunque no hallaron la excavación de un cráter meteorítico, la taiga reveló de forma espectacular los signos de la destrucción pese a que ya habían transcurrido dos decenios desde el suceso. En un radio de decenas de kilómetros los árboles estaban derribados y sus copas miraban en dirección contraria al epicentro, resultando destruidos más de 2 000 kilómetros cuadrados de bosque. Kulik observó también la primera prueba de que la explosión se produjo en la atmósfera y no en el suelo, ya que los árboles aparecieron calcinados en su parte superior, lo que daba a entender que el fuego llegó desde arriba hacia abajo.

Tras obtener numerosas fotografías de la zona cero, Kulik emprendió el regreso a los tres meses de iniciar su expedición. En Vanavara, la población más próxima al punto de la catástrofe, el científico entrevistó a numerosos testigos, muchos de los cuales fueron reacios a hablar del asunto al creer que la bola de fuego era un castigo divino. Otros accedieron a conversar con él y confirmaron haber visto cómo un enorme objeto incandescente surcaba la atmósfera y que después se produjo una explosión a la que siguieron ruidos muy fuertes, como truenos.

Después de su primera expedición, Leonid Kulik volvió a Tunguska en 1929 y en 1938 para continuar el trabajo más apasionante de su vida: la búsqueda del meteorito o de sus restos. Resulta emocionante leer algunos de sus informes, como el publicado por la Academia de Ciencias de Rusia en 1939, en el que Kulik expone los resultados de su exploración sobre el terreno y pormenoriza los testimonios obtenidos. Explica que las detonaciones producidas por el impacto «se escucharon en un radio de 1 000 kilómetros» y que hasta el agua de los ríos se vio afectada por la onda expansiva. Kulik, en el estremecedor relato del último gran impacto cósmico sufrido por la Tierra, habla de «casas sacudidas, edificios dañados y personas y animales derribados» por la onda de choque, que según él «pasó dos veces por el suelo» y fue detectada por barógrafos y sismógrafos.

La segunda guerra mundial no sólo interrumpió sus investigaciones, sino que además le convirtió en prisionero de los nazis durante la invasión alemana de Rusia. En abril de 1942 falleció en un campo de concentración, víctima del tifus y sin haber concluido sus estudios para demostrar que el suceso de Tunguska se debió a la caída de un gigantesco objeto cósmico, cuya masa él estimó en unas 40 000 toneladas.
En las décadas siguientes, las investigaciones sobre Tunguska se extendieron a los países occidentales, en los que la colisión con un fragmento cometario se asentó como la teoría más sólida acerca de lo ocurrido, sobre todo a partir de la hipótesis planteada por el británico Francis Whipple. Se relacionó, asimismo, la coincidencia del acontecimiento con una intensa lluvia de meteoros causada por el cometa Encke, cuyo período es el más corto que se conoce, ya que recorre su órbita en sólo 3,3 años y no se aleja del Sol más de 600 millones de kilómetros. Aunque el Halley sea el más famoso, el rápido período orbital del Encke ha hecho de él que sea el cometa más estudiado, y los datos obtenidos al cotejarse la lluvia meteórica de 1908 con el suceso de Tunguska provocaron que la mayoría de los científicos aceptara que un fragmento desprendido de su núcleo, con un tamaño aproximado de 80-100 metros, chocó con la Tierra y produjo una explosión al entrar en la atmósfera. Incluso el popular astrónomo y divulgador Carl Sagan consideró esta teoría como la más creíble para explicar lo sucedido en Siberia el 30 de junio de 1908.

Sin embargo, mientras la ciencia occidental hacía sus cábalas, los investigadores soviéticos siguieron trabajando pacientemente sobre Tunguska bajo el manto de silencio del Telón de Acero. Las muestras recogidas por Leonid Kulik se empezaron a analizar en la Academia de Ciencias de Rusia años después de su muerte, y en ellas aparecieron partículas microscópicas que parecían avalar la caída de un meteorito pétreo de unos 50 a 100 metros de diámetro. De la teoría del cometa se pasó a la del asteroide a raíz de los análisis de laboratorio.

Asimismo, en 1991, un equipo de investigadores de la universidad italiana de Bolonia organizó una expedición a Tunguska y llegó a la conclusión de que el impacto fue de un asteroide tras efectuar numerosos análisis en los árboles de la zona, en los que se hallaron muestras de los materiales típicos que componen los asteroides. Ochenta y tres años después del impacto, este grupo científico todavía halló numerosas pruebas visuales del suceso, en especial los «postes telegráficos», denominación que se dio a los árboles calcinados por la ardiente onda expansiva y que permanecían en pie completamente desnudos por efecto de la devastación.

Cometas y asteroides son, en ambos casos, restos del Sistema Solar, en algunos casos incluso de la nube primordial de la que se formaron la Tierra y los demás planetas hace unos 4 500 millones de años. Se trata, por tanto, de corpúsculos celestes de pequeño tamaño, aunque existen notables diferencias entre ellos. Los cometas suelen tener un núcleo rocoso de sólo varios kilómetros de diámetro, pero también albergan hielo y elementos volátiles que durante su aproximación al Sol son desprendidos por la energía de éste, formando gigantescas colas de millones de kilómetros de longitud con los materiales arrancados. Estas partículas desprendidas propician, a su vez, las lluvias de meteoros —también conocidos popularmente como estrellas fugaces— cuando la Tierra atraviesa durante su órbita el punto del espacio en el que los cometas han perdido sus elementos volátiles, que se vuelven incandescentes al penetrar en la atmósfera.

Los asteroides tienen una composición diferente, ya que suelen estar compuestos íntegramente por materiales rocosos y metálicos. Aunque existe un cinturón principal de asteroides entre Marte y Júpiter, muchos de ellos tienen trayectorias caóticas que los llevan a aproximarse al Sol y a cruzar con frecuencia la órbita de la Tierra, aproximándose peligrosamente a nuestro planeta. Es posible, por otra parte, que muchos asteroides pequeños sean, en realidad, núcleos cometarios difuntos que han perdido sus elementos volátiles.

Aunque las investigaciones sobre el suceso de Tunguska mantienen abiertas las dos opciones —impacto con un cometa o con un asteroide—, científicos rusos han aportado una visión del fenómeno que apunta hacia la teoría cometaria. En la segunda mitad del siglo xx se creía mayoritariamente que el cuerpo celeste caído sobre Tunguska en 1908, con independencia de su origen, entró en la atmósfera moviéndose de este a oeste, pero varios grupos de investigadores rusos consideraron esto uno de los principales errores históricos sobre el suceso. Según su análisis, en el momento de la explosión el objeto describía una trayectoria sur-norte, confirmando las teorías que ya fueron postuladas con anterioridad por los profesores Arkady Voznesensky en 1925 y por Ivanov Astapovich en 1958.

Los estudios de Andrei Zlobin

Por otra parte, pero en concordancia con la teoría del desplazamiento sur-norte, autores como Andrei Zlobin atribuyen la explosión a la entrada en la atmósfera de un fragmento del núcleo de un cometa. Numerosos aspectos de la explosión y de las circunstancias que rodearon el suceso se explicarían, según Zlobin, a causa de la excepcionalmente baja temperatura del helado núcleo del cometa, que él estima en unos -270 ºC, es decir, tres grados Kelvin o, lo que es lo mismo, tan sólo tres grados por encima del cero absoluto. Dentro del escenario descrito, Zlobin y otros investigadores rusos sostienen que el objeto celeste que causó la explosión procedía del espacio interestelar, con una posición inicial en la nube cometaria existente en el Sistema Solar exterior. Esta teoría descartaría, por tanto, al cometa Encke como candidato, ya que su órbita es mucho más pequeña.

Este enfoque se basa, entre otros, en el análisis balístico de la trayectoria. El programa «Tunguska 2000», en el que han trabajado algunos de los principales expertos, liderados por Zlobin, logró aportar luz a algunas de las claves que no estaban resueltas, como ocurría respecto a la trayectoria del objeto cósmico, a partir de la cual se establecieron nuevas conclusiones. La propia trayectoria del cuerpo celeste permitió a Zlobin y sus compañeros de investigación postular la procedencia interestelar del fragmento cometario que cayó en Tunguska.

Sin duda, Andrei Zlobin es uno de los científicos que más detalladamente ha investigado el suceso de Tunguska en las últimas décadas. Su expedición de 1988 al lugar del impacto le permitió obtener muestras que, según sus propias investigaciones, son fragmentos meteoríticos del cuerpo celeste. Su composición sería compatible con la teoría cometaria, ya que dichos restos procederían del núcleo del cometa.

Las investigaciones de Zlobin sobre el suceso de Tunguska han ido mucho más allá y conciernen también a aspectos como el origen de la vida sobre la Tierra. Sus ensayos le han permitido obtener resultados espectaculares sobre la forma en que evolucionaron la materia orgánica y los organismos vivos en el lugar del impacto tras el suceso. El investigador, de la Academia de Ciencias de Rusia, habla en algunos de sus artículos de un proceso en el que se produjo «un ingreso masivo de agua cósmica sobre la Tierra» y en el que parece haber una relación entre la entrada de materia orgánica de origen cósmico y la formación de vida en el lugar del impacto. La tesis de Zlobin concuerda con las teorías sobre la panspermia defendidas por numerosos científicos, que vinculan el origen de la vida sobre la Tierra con el impacto de cometas ocurridos hace millones de años, ya que estos cuerpos celestes habrían traído presumiblemente a nuestro planeta las sustancias precursoras.

Históricamente, una de las principales discusiones ha sido la del desplazamiento del cuerpo celeste antes del impacto. Tomando como referencia una trayectoria sur-norte, un equipo integrado por los profesores G. A. Nikolsky, F. O. Shults, M. N. Tsinbal, V. E. Shnitke y Yu. D. Medvedev configuró el esquema fundamental de lo que debió de ocurrir el 30 de junio de 1908. Según ellos, el objeto celeste tenía un radio equivalente a 115 metros y se movió antes de la explosión como un mini satélite de la Tierra, colocándose en órbita alrededor de nuestro planeta y describiendo tres revoluciones y media alrededor de él antes de penetrar en la atmósfera. En esta fase, su trayectoria hiperbólica se transforma en elíptica inicialmente para ser casi circular poco después. A 24 kilómetros de altitud, el radio se reduce a 92 metros y la velocidad es de 6,5 kilómetros por segundo; el cuerpo cósmico principal se disgrega en varios fragmentos y al caer a ocho kilómetros de altitud se produce la explosión principal tras reducirse la velocidad a 2,5 kilómetros por segundo. Se forma un hongo similar al de una bomba nuclear que alcanza una altura de unos 15 kilómetros y una anchura de cinco. A los tres segundos de la explosión, la incandescente onda expansiva alcanza la taiga y derriba los árboles en sentido radial desde el epicentro. En los siguientes 15 segundos, explosiones secundarias producidas por otros fragmentos desprendidos menores provocan más destrozos sobre el bosque siberiano, y al cabo de unos ocho minutos los efectos del cataclismo se traducen en importantes alteraciones magnéticas sobre la ionosfera.

Andrei Zlobin plantea como conclusión principal que el cometa llegó desde las nubes cometarias existentes en el espacio interestelar y que, en lugar de caer hacia el Sol como la mayoría, lo hizo sobre la Tierra. Los cálculos efectuados por él y su equipo establecen que durante el próximo milenio puede haber otras dos colisiones similares a la de Tunguska. Esta estimación es la más pesimista de las dos que manejan, mientras que en la más optimista sólo se produciría un impacto al cabo de 10 000 años. En cualquier caso, Zlobin y otros investigadores rusos han puesto sobre la mesa estas conclusiones para avalar una advertencia que numerosos científicos vienen realizando desde hace muchos años: el peligro de impacto de un cometa o un asteroide con la Tierra es real. Las estimaciones de periodicidad que establecen intervalos de centenares o miles de años para un suceso como el de Tunguska, o de millones de años para catástrofes planetarias como las de las extinciones masivas, no garantizan que no se vaya a producir una de ellas en breve: puede ocurrir en cualquier momento.

Riesgo de nuevos impactos

Al margen de su naturaleza, el cuerpo celeste que cayó en 1908 en Tunguska ha supuesto para la ciencia el último ejemplo de las colisiones que periódicamente sacuden la Tierra y que forman parte de la historia del Sistema Solar. Como parte de una civilización vivimos un tanto ajenos a la realidad cósmica, que alberga toda la belleza de las noches estrelladas, pero también un implacable bombardeo meteorítico del que nuestro planeta mantiene numerosos vestigios a pesar de que la mayoría de ellos están ocultos a la vista gracias a la vegetación, los océanos y la acción de la atmósfera. Aun así, resulta sorprendente que a lo largo de la historia le hayamos prestado tan poca atención a este tipo de colisiones teniendo casi todas las noches, frente a nosotros, la evidencia palpable de que somos blanco de los proyectiles potenciales que forman cometas y asteroides, la basura del Sistema Solar: la Luna, llena de cráteres, nos recuerda casi diariamente ese bombardeo. En ella no hay atmósfera, y las huellas de impactos permanecen visibles desde hace miles de millones de años.

Sobre la Tierra, un ser vivo que muda su piel y cicatriza sus heridas, existen pocas huellas intactas. La más espectacular es el Meteor Crater de Arizona, también conocido como cráter Barringer. Hasta hace muy poco se creía que tuvo un origen volcánico, pero actualmente se considera demostrada su naturaleza meteorítica. Al hallarse en un área desértica del estado norteamericano de Arizona, el Meteor Crater pervive desnudo desde hace unos 50 000 años, tiempo en el que se data su formación a causa del impacto de un asteroide con un tamaño no muy diferente al que cayó en 1908 sobre Tunguska. La principal diferencia entre ambos es que el de Arizona muestra el cráter perfectamente visible y en Tunguska no se ha encontrado, quizá porque el primero fue formado por un asteroide con elementos metálicos y el segundo por un cometa, en el que el hielo era lo más abundante y se desintegró durante la brutal explosión.

Aunque a principios del siglo XX Daniel Barringer relacionó el Meteor Crater de Arizona con la abundante presencia de hierro en sus alrededores, la confirmación de su origen cósmico se debe a Eugene Shoemaker, fallecido en 1997, quien junto a su esposa, Carolyn, formó un equipo científico pionero en el estudio de los cometas y asteroides y sus impactos sobre la Tierra. Shoemaker descubrió conjuntamente con David H. Levy el cometa Shoemaker-Levy, que en julio de 1994 entró en colisión con Júpiter a la luz de los telescopios terrestres, en un acontecimiento astronómico que sirvió para obtener excelentes resultados científicos y mostrar a la humanidad la accidentada naturaleza del Sistema Solar.

Si uno de los fragmentos mayores del cometa Shoemaker-Levy hubiese caído sobre la Tierra, con un tamaño de dos kilómetros habría bastado para desencadenar una catástrofe a escala planetaria, con consecuencias devastadoras. Impactos como los de Tunguska y el Meteor Crater, causados por objetos de 50 a 200 metros de diámetro, ocurren en intervalos de varios siglos, mientras que los de asteroides o cometas de varios kilómetros pueden darse cada medio millón de años o cada varios millones. Analizado así, la cuestión no resulta preocupante, pero los Shoemaker nunca se han cansado de advertir, junto a otros muchos investigadores, que el peligro es latente y puede transformarse en real sin previo aviso. La próxima amenaza, sin embargo, tiene fecha: el 14 de agosto de 2126, el cometa Swift-Tuttle se acercará de forma peligrosa a la Tierra, tanto que algunos científicos creen que la probabilidad de una colisión es de una entre 10 000.

 

(Texto del capítulo "Tunguska, el enigma caído del cielo", del libro Los enigmas del Cosmos, de Vicente Aupí, publicado por Editorial Ariel.)

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